Renato
Cardenas, director del Archivo de Chiloe, fue prisionero
en septiembre y octubre de 1973 en el Campo de Prisioneros
Pisagua. El siguiente
testimonio lo escribió a propósito de la visita
que en septiembre de 2003 realizó al recinto donde
estuvo detenido 30 años atras.
EL
RETORNO
El minibus
con pasajeros altiplánicos nos deja en el cruce a Pisagua.
En la garita nos juntamos con un estudiante de mecánica de
un Liceo de Iquique y con Juan, un joven trabajador que se
interesa por nosotros, mientras trata de controlar a su inquieto
hijo de cuatro años.
"Somos como 300 las personas que vivimos abajo, nos indica
hacia un horizonte que desde hace días nos resulta similar".
El camino es áspero y descendiente, vestigios de una
antigua loza de asfalto. Un furgón gris, que casualmente
llegó a recoger a otros pasajeros, nos baja los 40
km. de distancia de aquí hasta el mar.
"El 73' llegué por mar", comento, "Hace
exactamente 30 años, un día 17 de septiembre,
como hoy".
Juan me mira de una manera distinta. Somos los fantasmas del
pueblo que empezamos a volver.
"No venía desde el 73', le digo. El me mira directamente
como tratando de reconocerme, pero entiende.
"En esos tiempos no estábamos, se disculpa. "Mi
padre llegó hace como 13 años a Pisagua. éramos
de Quillota. Ahora hay mucha gente de fuera. Pocos son los
antiguos, los que estaban entonces."
"Desocuparon
el pueblo, cuando llegaron los militares, le explico."Eso
nos decían. Parece que dejaron a los de confianza del
ejército, nomás."
"Así debió ser porque comentan que algunos
viejos del pueblo ayudaban a los militares a fondear prisioneros.
Cuando llega gente de Derechos Humanos", andan escondidos."
"Nosotros nunca vimos a nadie del pueblo. Cuando salíamos
fuera de la cárcel nos mantenían con los ojos vendados."
Un cementerio perdido en la arena del desierto nos indica
que en los tiempos del salitre todas estas inmensidades y
dunas estaban pobladas por obreros de todo Chile. Las cruces
y nichos se niegan a desaparecer bajo el tiempo de las arenas.
El viento del caliche petrifica historias próximas,
como la Escuela Santa María de Iquique, de gentes que
trabajaron en estos cerros.
Mi memoria ha ido recuperando imágenes en estos días que atravesamos
el desierto. Hay sequedades, vientos, colores, olores imposibles
de asociar, que nos retraen a cuando nos trajeron a estas
geografías y nos pusieron la muerte por delante.
"Ahora empezamos a descender", nos dice Juan, nuestro
guía voluntario.
Pero antes, ya teníamos a nuestra derecha un espectacular
corte, a pique, que obliga al vehículo a avanzar apegado al
cerro y por el otro lado al precipicio vertiginoso que muestra
una pequeña meseta en su base donde se desparrama el pueblo,
unas 70 casas, que desde las alturas se ven como una maqueta.
Ahí está Pisagua, en el hoyo del mundo, al borde del Pacífico.
APRESADO
Un grupo grande de carabineros estaba a la puerta. No había
tiempo ni opción. Alguien los sopló. Había
llegado a mi pensión hacia solo unos minutos. Escuché
salir a la dueña de casa. Tal vez fue ella o me esperaban
y caí en el nido. Sentí la pasada de bala de
sus metralletas. Los pasillos pronto se repletaron de uniformes
y armas apuntándonos. Enfrentábamos el frío
helado que los dos días anteriores nos imaginábamos
mientras nos refugiábamos en los cerros. A un compañero
de Filosofía y de Puerto Varas los culateaban en el
pecho. El carabinero creyó ver una sonrisa sarcástica
cuando le dijo que era un extremista. El muchacho expreso
así la falsedad de la acusación. Y el cabo las
emprendió contra el mas inocente de toda la Facultad.
Entonces sentí que la cosa estaba pesada y lo mas importante
era no complicarla mas. Encontraron evidencias: libros, afiches,
papeles mimeografiados del Senado Académico de donde
yo era miembro. Fue suficiente para sacarme de allí.
Calladito me llevaron a la 3ra Comisaría. Me mantuvieron
despierto y de pie, a punta de culatazos e insultos, durante
toda la noche. Cuando era la mañana nos trasladaron
en una camioneta, unos sobre otros, hasta la 5ta zona Naval.
Seria para el control porque nunca hubo interrogatorio. Volvieron
a amontonarnos en la camioneta y los policías caminaban
sobre nosotros como sobre cadáveres. Volvimos a la
Comisaría pero, antes que saliéramos, una orden
de mando decía:
"¡Llévenlos al Maipo!"
Ese era el regimiento, pero llegamos a un barco. Después
supimos que también se llamaba Maipo y era de la Compañía
Sudamericana de Vapores. En la bodega del barco, cargada de
rollos de papel de imprenta, había, al menos, un centenar
de prisioneros. Allí nos quedamos taciturnos, repasando
estos últimos días, cargados de emociones, de
muerte y de angustia, pero seguíamos vivos.
Desde la mañana del Golpe nuestros cuerpos estaban
invadidos de una suerte de fiebre, de temores y escalofríos,
pero salimos, apenas pudimos hacerlo. Buscamos a nuestros
compañeros, supimos de nuestros primeros muertos. Recorrimos
los cerros contactando a la gente y reuniéndonos. Ya
sabríamos que hacer. Al tercer día yo les dije
a mis compañeros que el Golpe se veia de larga duración.
Al menos son diez anos, fatalice. Me tildaron de pesimista.
De alli baje con un compañero que "me protegía",
aunque nunca supe cómo.
"Déjame aquí. Pasaré a destruir
una libreta", le solicité. "De ahí
voy a mi casa de seguridad".
LA LLEGADA
Ese día salimos por primera vez sin que nos vendaran las vistas.
Llegaba la Cruz Roja Internacional, ellos querían saber cuál
era nuestra situación en este campo de concentración.
Las casas se veían añosas, techos de calamina oxidados y los
volúmenes algo desvencijados, pero una gran arquitectura.
Los colores contrastaban con ese gran cerro de caliche y arenas
que se levanta, casi desde el mismo mar. Tratábamos de acordarnos
más acerca de la historia salitrera. Hernán, nuestro intelectual,
nos dijo que este había sido un importante puerto, con ferrocarril
y todo. No nos imaginábamos por donde bajaban las máquinas
porque todo lo que veíamos eran acantilados.
"Nadie sale vivo de este campo. Ni por tierra, ni por
mar. Nos aclaró el primer día nuestro comandante Larraín".
Los gobiernos de Ibáñez y de González Videla habían probado
que este era un sitio adecuado para recluir subversivos. El
espacio que teníamos era espectacular. Nos impresionaba. Nadie
saldría de allí y menos después que Larraín, con su imponente
voz de mando, nos marcó la cancha.
"¡Ustedes son prisioneros de guerra y si alguien
de ustedes se subleva o trata de escapar se ajusticiará
al hechor y a más, tomados al azar ! ¡Es la ley
de la guerra, señores!"
En 1973, la primera semana del Golpe de Estado de Pinochet
nos habían enviado a Pisagua, desde Valparaíso,
en un carguero de la Compañía Sudamericana de
Vapores. Desembarcamos la mañana del 18 de septiembre.
Nos recibieron con la cárcel embanderada y con un regimiento
que se había tomado al pueblo. Sergio Larraín,
instaló su comandancia en el viejo Hotel y a nosotros
nos ubicó en la cárcel que también fue
desocupada.
Entonces, nos impresionó más pasar entre dos
robustas veredas de soldados armados hasta los dientes. Ahora
mirábamos por primera vez las casas y el paisaje seco
de un desierto que yo no conocía.
Nos hicieron limpiar el teatro porque allí íbamos
a recibir al Veedor de la Cruz Roja. Un edificio que hoy parece
imposible que haya sido construido en este puerto. Hasta Caruso
cantó en este escenario, nos contó alguien.
Nosotros cantaríamos allí, por primera vez,
el Himno Nacional con las estrofas de los "valientes soldados".
Se nos subió la voz en: "¡o el asilo contra la
opresión!" Patético el discurso de nuestro comandante
protector, Sergio Larraín: estábamos en un campo
de resguardo.
Nos sacaron a una playa arenosa, seguramente la misma donde
los soldados entrenaban con nuestro cuerpos. Uno de los oficiales
nos aleccionó:
"Vendrán estos señores extranjeros y si
nosotros sabemos que alguno de ustedes se va de lengua aténganse
a las consecuencias. Tenemos observadores por todos lados.
Ustedes ya saben lo que sucede en este campo".
Ese día, a pesar de las tensiones, fue para nosotros un día
especial. Pudimos caminar sobre la arena, sentir el sol e
incluso los más afortunados estuvieron en el mar.
El Veedor de la Cruz Roja era un hombre pulcro y de mucha
fineza. Vestía un terno clarito, una corbata que bien
combinaba con sus ropas, gestos y la delicadeza de su voz.
Al entrar al campo de Pisagua se encontró con un escenario
casi idílico que soldados y prisioneros habíamos
levantado. Unos jugaban con una pelota en la playa; los que
tenían moretones en las piernas chapaleaban en el mar;
otros jugaban ajedrez y damas sobre la playa. No sé
adónde sacaron tanta utilería. Más parecía
un campo de recreación que de prisioneros. Recorrió,
con su figura impecable y centroamericana, el campo que habíamos
organizado esa mañana. Los soldados se camuflaban en
atalayas dispuestas con precisión en la periferia de
la inspección.
De vez en cuando se detenía y, con cuidados gestos, hacía
alguna observación a quienes lo acompañaban o a nosotros,
desaliñados y reventados por las circunstancias.
"¿Cómo se encuentran?"
"Normal, en circunstancias como éstas. Repetíamos una
y otra vez, de la misma manera".
Nosotros tres, como teníamos moretones en todo el cuerpo quedamos
con nuestras ropas puestas. Paseábamos de un extremo al otro
del campo, esa era nuestra coreografía. Nos detuvimos en el
límite norte. Allí se elevaba el cerro. Conversábamos. Entonces,
desde dentro de los matorrales, escuchamos un susurro, que
inicialmente confundimos con un pajarillo.
"Pst, pst," repitió dos o tres veces el chasquido
y cuando hicimos el silencio, otro sonido se deslizó
por la ladera, arrastrando piedrecillas y cayó casi
a nuestros pies. Era una bolsita.
Miré desconfiado a mi alrededor y la alcé para saber qué había
dentro. Era harina tostada de maíz. Con toda confianza la
probamos. En esos momentos equivalía a recibir el más exquisito
chocolate suizo que nos mandaba alguno de los pocos vecinos
de este pueblo tomado. Un guiño de complicidad, con sus compañeros.
Ellos habían quedado afuera.
Este gesto me permitió aminorar la distorsionada imagen que
estábamos construyendo del ser humano en estas tierras del
desierto.
LOS COMPAñEROS
Mi celda albergaba a 42 compañeros: Hernán,
primo del primer Canciller de Relaciones Exteriores del gobierno
militar. Era el profe y se sabía de memoria casi toda
la poesía de Neruda. Cuando supimos de su muerte su
memoria fue fundamental en los "recitales" con que reconstruimos
a nuestro poeta.
El Pato, era grandulón y de una transparencia "naif". Fue
la primera vez que nos llevaron al "Patio de Arena", al parecer
muy cerca del mar. íbamos siempre vendados y con las manos
atados a la nuca cuando nos sacaban de las celdas.
Eramos unos 20 y debió ser igual el número de
soldados, de los que hacían su servicio militar. Una
voz de mando preguntó:
"¿Quién de ustedes es comunista?"
Nuestro Pato era Jefe del Puerto en Punta Arenas y como disciplinado
militante y funcionario público se presentó la mañana del
11 al puerto de Valparaíso, ciudad donde se encontraba de
paso. Así llegó a Pisagua.
"¿Quién de ustedes es comunista?"
reitera el oficial, más enardecido.
Entonces escuchamos la voz de nuestro buen Patricio que responde
como si hubiese escuchado su apellido: "Yo señor!"
Entonces mil botas se abalanzaron sobre las carnes indefensas
del patagón. Nosotros escuchábamos los movimientos de los
cuerpos, los golpes, los apaleos. Finalmente lo pusieron dentro
de un tambor, hicieron rodar el artefacto y golpeaban sobre
él hasta hacerle sangrar los oídos.
Nosotros éramos golpeados con patadas, puños, manoplas y laques,
pero tengo la certeza, que todos seguíamos la paliza que le
propinaban a nuestro Pato, hombre cabal.
En esa vuelta un muchacho soldado me habló muy cerca del oído
y mientras me golpeaba muy levemente me decía:
" Grita fuerte, guevón, grita fuerte!"
Hernán, era también el Flaco, vivía en una pobla del Puerto
y trabajaba en el mercado. El 11 lo detuvieron porque levantó
la bandera a media asta. El flaco se defendía:
"A mí me enseñaron en la escuela que cuando muere un
Presidente la bandera se iza hasta la mitad".
Los carabineros no se convencieron y llegó hasta Pisagua,
a nuestra celda.
Con un arquitecto de Valparaíso logramos confeccionar un mazo
de naipes ingleses. Si hubiéramos estado en Dawson habríamos
necesitado naipe español para jugar al truco, lo que sí hicimos
fue darle el acento chilote a los jockers: eran personajes
de la mitología de las islas. Todo el penal colaboró aportando
tapas de una conserva que, a veces, lográbamos comprar con
los guardias y que se ingresaba casi de contrabando. Eran
conservas "Cavancha", una latita ovalada que venía en una
caja de cartón con dos caras impresas e iguales. Cuando le
dábamos aplicación a esta compra parecía más sabrosa todavía.
Todo el campo terminó jugando con nuestras cartas.
Los hermanos Leni eran hijos del administrador del gaseoducto
de Valparaíso. Como no lo capturaron a él, se vengaron raptando
a su familia. Sergio Larraín, comandante del Regimiento que
nos mantenía prisioneros, pasaba inspección semanal a la cárcel.
Cada vez que lo hacía llamaba a los hermanos para que se acercaran
a la reja. Ellos usaban unas poleritas azules, eran muy delgados
y sus facciones eran europeas. Como un par de cervatillos
asustados rompían filas hacia los ojos zarcos de Larraín.
"Ustedes están condenados. Se les acerca su día. Nadie
los salvará de ésta."
Siempre les decía lo mismo.
Tendrían 16 y 17 años. Cuando se retiraba el verdugo sus compañeros
los abrazaban, pero nunca se quebraron. Eran los más jóvenes
entre los jóvenes que éramos entonces.
Las celdas eran frías, especialmente por las noches, pero
un día nuestras manos lograron atrapar el sol pampino. El
sol es escaso en primavera; las costas se cubren de bruma
y camanchaca. Un día alargué mi mano fuera de los barrotes,
hacia el patio de luz de la cárcel, y sentí el calorcito en
la palma de mi mano. Estuve hasta que se me agarrotaron los
brazos disfrutando de esa energía. Así también ocurrió con
el pan que nunca antes nos habíamos detenido a degustarlo,
pedazo a pedazo y miga a miga, porque ahora también comíamos
las migajas del pan.
EL ESCENARIO
Yo no conocía el desierto. Sabíamos de Pisagua como sitio
de reclusión durante los gobiernos de Ibáñez y González Videla.
Ni siquiera habíamos leído la novela de Volodia Teitelboim,
"La Semilla en la Arena". El 18 de septiembre desembarcamos
en el legendario Pisagua, puerto salitrero y de glorias de
la historia militar chilena. Con nosotros se reforzaba este
estigma político.
Habíamos zarpado desde Valparaíso el sábado 15 de septiembre,
en uno de los dos buques que la Compañía Sudamericana de Vapores,
había dispuesto como apoyo a esta nueva gesta militar chilena.
Nosotros viajábamos en el "Maipo". El "Lebu" había quedado
surto en la bahía de Valparaíso y junto a la "Esmeralda",
nuestro buque-escuela, eran cárceles flotantes.
Doscientos setenta y dos personas poblábamos en una sórdida
escena cinematográfica, las tres bodegas de la nave, que iba
cargada de rollos gigantescos de papel que la naviera debía
transportar a Norte América. Eran recintos que se cerraban
casi herméticamente y sólo una pequeña escotilla se abrió
4 ó 5 veces durante nuestra estadía.
En la oscuridad fuimos descubriendo a profesores de la universidad,
como el Tío, a compañeros de otras carreras y universidades,
a funcionarios públicos y a mucha gente común, entre ellos
los "Hermanos Coraje", tres hombres, dueños de una pensión
universitaria, que fueron apresados por los militares al descubrir
que los estudiantes habían volado del lugar. Era gente que
había aplaudido el golpe de estado pero que, para colmo, nadie
creía en su versión.
Estábamos en cerros de papel entre los que nos cobijábamos.
A ninguno de nosotros se nos ocurrió nunca sacar hojas de
estos rollos que tanta utilidad pudo prestarnos. No sabíamos
qué iban a hacer con nosotros. Dormíamos o reposábamos en
silencio. Yo estaba en la bodega de proa. Debió ser la amanecida
cuando alguien habló como para que todos lo escucháramos:
"Están soltando las espías. Estamos desabracando del
muelle."
Más tarde, la misma voz confirmó: "Vamos navegando".
Un silencio sepulcral repletaba las oquedades de nuestra cárcel
marina. Sólo esperábamos que alguien nos instruyera. Nuestro
experto, que después supimos era un marino mercante, tan preso
como nosotros, volvió a intervenir lacónico. "Vamos mar
adentro, al este".
En todos nosotros estaba la memoria de ese truculento episodio,
durante la dictadura de Ibañez, cuando el Prefecto de Investigaciones
de Valparaíso fondeó a comunistas en este mismo mar Pacífico
por donde ahora navegábamos en la incertidumbre. La angustia
perduró, al menos una hora, hasta que nuestro espectacular
vigía nos vuelve el alma al cuerpo. "Enrumbamos al norte".
Y como
un chiste para quebrar las tensiones una voz replica: "Rumbo
a Pisagua".
Todos
gesticulamos una risa porque esa opción, de todas maneras,
era la vida.
La primera
vez que se abrió la escotilla fue para sacarnos a cubierta.
Todavía estábamos en Valparaíso. Nos dieron un plato de porotos,
pero la razón de fondo era identificar a ciertas personas
consideradas importantes para ellos. El oficial que estaba
con otro marino en la boca de la escotilla tenía fotos que
observaba cada vez que alguien aparecía enceguecido por la
luz de fuera. Así reconocieron a Juan Yantok, un compañero
de arquitectura, del MIR, y lo sacaron a golpes y patadas
del barco. Nosotros volvimos a nuestras mazmorras.
La escotilla
se abrió en tres oportunidades más. se deslizó una mano generosa
y lanzó al vacío un par de manzanas. La otra vez, cayó una
caja de cartón con porotos, seguramente restos de la comida
de los marinos. Se estrelló en el fondo, muy cerca de nuestros
baños y urinarios improvisados. Así y todo la gente saltó
a alimentarse. Llevábamos mucho tiempo sin comer. Discutimos
de cómo arreglar las cosas a futuro, de nuestra animalidad,
de cómo ellos querían que lleguemos a esto, pero ya no hubo
más raciones. De pronto la escotilla dejó ver un rostro amigable
que nos traía información.
"Nos dirigimos a Pisagua. Allí permanecerán hasta que
el país se estabilice. Sus familias han sido ampliamente informadas.
En Pisagua podrán pescar, mariscar y tener diversas actividades
porque allí hay un recinto modelo que está acondicionada para
la rehabilitación de presos comunes".
Se nos subió la moral y dejamos de cocinar "caldo de cabeza"
como entonces llamábamos a nuestros ensimismamientos. Pero
otra cosa en con guitarra .
Desembarcamos con botes inflables de color gris, en el muelle
de Pisagua.
El desierto estaba en toda su dimensión frente a nuestras
vistas. Nos impresionó la fortaleza natural a la que nos introducían;
nos impresionó el despliegue de fuerzas y armamentos con que
nos recibieron; nos impresionó cómo el comandante Sergio Larraín
nos leía la cartilla.
Nos sentimos empequeñecidos y supimos que Pisagua no podía
perder su fama de lugar de castigo.
Había 8 celdas grandes de 15 a 20 mts2, distribuidas en el
2da y 3er piso. En ellos vivíamos más de 40 personas. En cada
nivel había lavaderos de cemento, con 3 fuentes cada uno.
Y tres baños carcelarios. En la planta baja un patio y varias
celdas pequeñas. Allí tenían a los agentes de aduanas de Valparaíso
con quienes iniciaron las ejecuciones. En este patio se nos
alimentaba por grupo. Un desayuno, con medio pan y un vaso
de un té, de indefinido origen. El almuerzo era un pote de
porotos u otra legumbre, bien condimentado con piedra alumbre
para que se apague el apetito sexual. Por la tarde se repetía
la ración del desayuno.
Ha sido
la alimentación más exquisita que hemos probado en nuestras
vidas porque siempre estábamos con hambre. Una vez a la semana
lográbamos algún complemento; una vez rodajas de cebollas
(que no las como) o conservas cavancha, que introdujimos muchas
veces.
El Campo de Prisioneros de Guerra, según la denominación del
comandante Larraín consideraba a todo el pueblo. Sin embargo,
sólo dos recintos serían usados intensamente: la antigua cárcel,
construida en 1907, y un hotel anexo a este recinto, separados
sólo por una hermosa reja de fierro forjado. En el hotel se
instaló a la Comandancia y la cárcel fue para nosotros.
Sólo, una semana antes que este grupo inicial fuera trasladado
a Valparaíso, fuimos instalados en un gran galpón que otrora
fuera usado por una industria pesquera. Hay sólo persiste
el radier de cemento.
ALMUERZO EN EL PATIO DE OFICIALES
Rudimentarios carteles anuncian un almuerzo por $2500 que
incluye una visita a la cárcel. Tomamos la oferta.
Debió ser el patio de los oficiales. Recorro el lugar,
recorro la memoria; desde nuestras celdas sólo veíamos
la reja que conecta con la cárcel. En los laterales
del primer piso estaba la enfermería. Nunca vi estas
dependencias, aunque talvez estuve en ellas para los interrogatorios.
Me aferro a la reja y observo la otra habitación, con
sus escaleras y sus celdas con barrotes.
La cárcel desde fuera es un cubo que se destaca en el poblado
con casas de poca altura. Paredes de tapia, pisos de madera
y rejas de fierro oxidado. Hoy es la bodega del hotel. La
dueña, una joven muchacha con rasgos europeos nos atiende
con nerviosismo. El patio lo han maquillado con piezas de
arqueología pampina que distribuyen en una exhibición desaliñada.
Ni una referencia a lo que allí sucedió en el campo de concentración.
Paseamos por el recinto, cruzamos frases inocentes; hay un
duelo permanente en esta visita. Llama a su hijo de cinco
años:
"¡Augusto, ven a almorzar!"
Almorzamos pescado con una ensalada de lechugas, en silencio,
en el jardín interior de la estancia.
Finalmente el postre.
Se abrió la reja y pasamos a mi antigua cárcel. El marido
de nuestra anfitriona, de claros rasgos extranjeros, limpia
un coche y evita cruzarse con nuestras miradas. Las celdas
chicas del primer piso están atiborradas de trastos. Allí
estuvieron nuestros compañeros de aduanas antes de ejecutarlos.
Hoy sólo mesas con patas quebradas y trastos inútiles.
En un recodo, antes de subir las escaleras, estoy con un trozo
de pan y un tazón de agua. El oficial está a media escalera,
con un ayudante y una tablilla portapapeles con un listado.
"¿Necesitamos hombres robustos y forzudosÕ para
clavar estacones fuera del recinto?"
Muchos levantan la mano. Hay barullo.
"¡Silencio! Yo los tomaré al azar".
Observo por el rabillo del ojo. Estoy demasiado cerca como
para no ver las marcas frente a ciertos nombres. Fue un día
de acción porque a las horas llegaron a buscar a seis personas
que tuvieran experiencia en pintar. Salimos profesores de
arte, arquitectos y maestros chasquillas: especialistas en
brochas gordas y finas. Después de varias horas de brocheo
dejamos nuestra cárcel muy blanca por dentro.
Entrada la noche sería, cuando el comandante Larraín se instaló
a media escalera. Desde allí dominaba el primer piso, con
celdas cerradas, y el segundo y tercer piso con barrotes.
"¡Me han pagado como a un perro! Lo dijo con todo su
cuerpo, con rabia, asustado.
Les busqué una distracción para que se ejercitaran, para que
no se tulleran. Sacamos dos grupos a trabajar fuera de sus
celdas. El de los pintores volvió. El otro no volverá más.
Los desgraciados trataron de escapar. Pero de Pisagua nadie
escapa y todo el que lo intente tendrá similar fin, Era gente
adiestrada. Trataron de esquivar las balas, pero al final
fueron cayendo uno a uno. Como perros quedaron en la arena".
Le cuento esto a mi compañera de viaje y le comento:
"A uno lo enterraron vivo y bajo la pañoleta de fusilamiento
hay una muesca de terror imposible de olvidar. Fue portada
de un diario nacional cuando volvía la democracia a Chile".
Hay algo que no está bien en esta escenografía. Es como caminar
sobre los huesos de los muertos, descalcificados, descalificados
por estos nuevos tiempos. En el segundo piso reconozco los
baños y nuestras celdas. La mía encerraba a 42 personas.
"Es muy pequeña para eso," comento.
En mi recuerdo se ensanchaba para que estuviéramos más cómodos.
Hay una mesa de ping-pong para que jueguen los turistas, nos
explican. Pintaron las paredes para borrar nuestras improntas,
pero huele igual a como yo la recordaba.
Una noche hicimos un programa de televisión y cada celda abierta
era un canal. Para la segunda o tercera oportunidad ya nos
negaron el permiso. Igual teníamos nuestras tertulias en cada
recinto, como el inolvidable recital que se le brindó a Pablo
Neruda ese día que supimos que había muerto. Hernán fue el
protagonista y a través de su memoria muchas veces hojeamos
la obra del poeta.
Los pisos encerados huelen a parafina y las otras celdas están
repletas de muebles desvencijados. No hay acceso al tercer
piso: está por derrumbarse.
INTERROGATORIO
Estoy de pie en una estancia donde se escuchan máquinas de
escribir. Un soldado a mi alrededor me clava esporádicamente
un yatagán en los lugares más impredecibles. La hora anterior
fuimos duramente castigados y nuestros cuerpos están adoloridos
y casi insensibles a la acción del cuchillo. Nos dejaron botados
a todos en una pieza de madera, ahí seguimos vendados y silenciosos
hasta que nos llegaban a sacar.
"A este lo fusilan, dijo una voz de mando".
Y me ubicaron en un muro. Con mis manos atadas a las espaldas
pude tantear la superficie de calamina. Ahí me dejaron mucho
tiempo, esperando. No pensé en la muerte, ni tuve recuerdos.
Entonces fabulé con mi ingenuidad campesina y tuve la certeza
que no iban a disparar contra un muro de latón. Y así sucedió.
Tengo 24 años y estudié en el Colegio San Francisco Javier
de Puerto Montt. Entonces me vine a Valparaíso a la Universidad
de Chile a estudiar castellano, pero yo insistía frente al
interrogador que trabajaba en el Liceo 2 de Playa Ancha y
estudiaba en Bellas Artes. Reconocer que, además, estudiaba
en el Pedagógico era una condena premeditada.
"¿Y qué pintai?", pregunta el del
yatagán, casi en mi oído.
"Arte abstracto", respondo con seguridad y cinismo.
"¿Y qué guevá es eso?", inquiere
con un profundo pinchazo en la nuca.
Trato de explicar con sobresalto y su oficial le dice que
me deje hablar. Así inicio una disertación de arte frente
a un público abstracto. El interrogatorio sigue la misma línea
luego que me preguntan por Manoly, un pintor paisajista de
Puerto Montt. Como alguna vez había estado en su atelier acompañando
a Gabriel Valerio, su primo y gran amigo mío.
"Si lo conozco", respondo, "pero su arte más
significativo no es el paisaje de Angelmó, que todos conocen,
sino una serie de pintura surrealista que guarda celosamente
y no está a la venta", respondo con propiedad.
Desde entonces ya no sentí ese cuerpo tenebroso paseándose
a mi alrededor y el interrogatorio se volvió casi una charla
de arte y literatura, porque Neruda fue el siguiente tema.
"A mi me gusta Residencia en la Tierra", dije.
A los días, cuando salíamos de Pisagua rumbo a Valparaíso,
descubrí porqué este interrogatorio final había sido tan especial.
RETORNO A VALPARAíSO
Una semana o diez días estuvimos en el gran galpón. Era angustioso
no conocer nuestro destino, pero estábamos todos juntos y
así éramos más fuertes.
Un día nos embarcaron hasta Iquique, pasamos frente a la rada.
Nos forman en el muelle.
"Renato Cárdenas álvarez", dice el oficial.
"¡Presente!", respondo levantando la vista.
Entonces veo que el Guatón Mackay es quien nos pasa lista.
Era compañero del colegio. Estudiaba en la Escuela Naval y
ahora estaba cumpliendo su ÔcometidoÕ.
Al bajar del bus en el aeropuerto, fuimos los dos últimos;
no me pasó lista. Hablamos como viejos compañeros sanjavierinos,
me ofreció ayuda.
"Tengo 8.000 escudos; es la plata que tenía para mi pensión",
le explico.
"Se devaluó la moneda me cuenta. Con eso te alcanza para
una cerveza".
"Gracias, le contesto con cortesía. En Valpo me consigo
dinero".
"No hagan ninguna tontería", me aconsejó,
"tenemos órdenes de lanzarlos desde el aire si
es necesario".
Bajamos en el Belloto, cerca de Valparaíso, luego de
un largo traqueteo en un avión para traslado de tropa.
El campo naval era un paisaje apocalíptico: grandes
excavaciones eran custodiadas por un marino con metralleta.
En su interior unas 20 o 30 prisioneros, con las manos en
la nuca, distribuidos en la concavidad del terreno.
El oficial
Mackay cruzó este tenebroso campo, despidiéndose con una mirada
afectiva. Desde entonces no lo he vuelto a encontrar.
Tal vez él me sacó de Pisagua.
Vea
también:
Declaración del Doctor
Alberto Neuman
Recordando a Michel Nash
Cementerio de Pisagua
Listado de Prisioneros Ejecutados
en Pisagua
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